Camino entre montañas pisando un valle con el rostro inundado de felicidad animal, sin razonamiento alguno, sin ninguna señal que alterarse la naturaleza porque un ser humano merodeaba por allí.
Salvaje, sin ningún pensamiento, sin ninguna intención, respirando tan solo, saboreando el aire dulce y fresco que entraba en mis pulmones en pequeños torbellinos salpicados del roció mañanero, un aire que me obligaba a sentir y embriagaba mis ojos con visiones tan lejanas como inalcanzables, sueños irreales y realidades inventadas como si de un cuento se tratara, nada cierto pero tan útil como el agua que calma la sed; el tiempo en soledad agranda el pensamiento y actúa a modo de bálsamo mágico atenuando la tendencia a la alucinación previa a la locura. Nada se asemeja tanto a la vida, nada se antoja tan hermoso como la contemplación mientras se pasea por valles infinitos, dibujados sin nubes o entre arboledas sin sombras, solo con la luz cálida que lo ilumina todo y un horizonte siempre borroso por brumas inoportunas difíciles de disolver, y ahí voy, o vamos, hacia ese punto tan enorme y tan lejano con la certeza de no alcanzarlo nunca, pero el misterio y la curiosidad encabritada nos anima mientras el amor siga siendo el actor protagonista en este teatro de la vida.
Estaba en un rincón del sofá, reclinado hacia atrás, hecho un ovillo, con las piernas recogidas debajo de una manta, ensimismado, sin hacer nada, una luz tenue se filtraba por el ventanal entre las cortinas, entonces me di cuenta de mi error, no estaba vagando por paisajes salvajes al aire libre. Estaba esperando, con letargo y cansancio, la llegada de un paquete cuyo contenido era un misterio, solo sabía que era pequeño y no tenía remitente. Algo así como el ramillete de violetas de Cecilia, y aquí estoy, esperando.