Sus ojos parecen grabados en un peñasco de los que se bañan en los ríos y se calientan al Sol de Andalucía, llenos de dureza, ávidos de recoger el sueño del caminante y ofrecerle el calor cosechado durante el día.
Su rostro bañado de luz blanca remarca su tristeza y un enorme cansancio, levanta sus brazos delgados y con movimientos lentos y temblorosos hace gestos de ayuda, intentando no mirar al precipicio que le ha llevado la vida, se entrevé el miedo y el deseo, el miedo a no sentir una mano que apriete la suya y el deseo de largarse, de reencontrarse con su infancia, de comenzar de nuevo su vida sin dolor, resolver el sueño eterno.
La cercanía hace que los sentidos despierten y canalicen los brotes de esperanza, un asidero donde frenar la caída y robarle momentos a las prisas de la vejez, sabiendo que todo esfuerzo resulta fugaz pero que vale la pena jugarlo.
Su piel casi hueca, agradece el calor de otras manos, de otra piel, el sonido de la voz hace despertar sus ganas de explicar, pero un denso barro cubre su voz y solo deja salir un alarido sordo que ahoga sus deseos y acentúa su cansancio. Entonces aprieta las manos y agudiza su mirada comunicando de otro modo su agradecimiento.