Ene
29th

Hasta marzo

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OIPMe he retirado del ruido que genera la vida “social” de la ciudad y del trabajo, ruido que a veces se convierte en insoportables chirridos capaces de despertar del abismo donde duermen los instintos animales de supervivencia y defensa. Y muy feliz que soy, alejado de esa obligada experiencia durante años. Ahora comparto con el silencio la belleza de la contemplación y la armonía, la parsimonia de los paisajes. Veo pasar la lentitud con demasiada prisa, con aspereza y cierto temor por llegar antes que su rival, la desesperación. Y es que todo está, ciertamente alterado. Ya están los almendros en flor, sin comenzar febrero.

He visitado una oficina bancaria después de varios años de no hacerlo, por motivos vitales y obligado. Y efectivamente ha sido una aventura desagradable, en varios sentidos. La oficina se había desprendido de todo el encanto de las oficinas bancarias de antes, donde había mesas ocupadas por bancarios atendiendo a clientes confundidos, ahora, era una explanada inhóspita llena de bancos baratos y alguna silla, alienados frente a dos ventanillas con un cajero y una cajera adormilados por el aburrimiento de los años acumulados de un trabajo sin futuro.

El espacio más bien parecía una sala de espera de una antigua comisaria, los rostros esperaban y dejaban entrever cierta apatía, no mostraban ninguna certidumbre de salir victoriosos de sus trámites, sencillos o no.

Cruce la sala y al fondo, a la derecha, separados de la sala por un biombo, donde siempre suelen estar los cagaderos, estaban agrupados, cada uno en su mesa y ligeramente aislados de su compañeros inmediatos, un grupo de aguerridos bancarios.

Me asomé, di los buenos días y pregunté: ¿esto cómo funciona? Hace mucho tiempo que no vengo. Excepto una mujer, nadie de los presentes hizo por oírme y mirarme. Sin levantarse ni acercarse me pregunto qué era lo que quería. Le conteste que una fe de vida. Había recibido un email donde me indicaban que debía acercarme a la oficina para gestionarlo o atenerme a las consecuencias. Lo que viene llamándose una dosis de miedo y amenaza.

Eso es en marzo, — me contesto –, estábamos a finales de enero.

Disculpe, pero en el email no indicaban fecha alguna, simplemente que me pasara por la oficina provisto del DNI. Y aquí estoy. ¿No se puede hacer nada?

En ese momento, de forma inesperada, se produce un chirrido que rápidamente distorsiona la musicalidad generada hasta ese momento. Un bancario, con necesidad de notoriedad o alentado por la oportunidad de despertar la aburrida existencia que reflejaba su cara, o quizás como gentil caballero hacedor de una verdadera hazaña delante de su también aburrida damisela, me suelta lo siguiente:

– ¡No lo has escuchado, hasta marzo no hay nada que hacer!

– Perdona, quiero entenderlo y solo le estoy preguntando.

– Te lo ha dicho bien claro, no hay nada más que decir.

Es cierto que sin saberlo, pero la ignorancia no es un atenuante en una conversación, me atrevería a calificarlo de agravante. Sencillamente si no sabes, te callas. Sin saberlo, este ignorante, activo el resorte y puso en marcha el mecanismo que me protege y me defiende de la estupidez, la falta de respeto y la pedantería. Y así fue. El mecanismo se activó y desato su furia sobre un imbécil más. Era lamentable verle la cara desencajada, la boca seca, los ojos llenos de odio, inmóvil en su silla, digiriendo y asimilando su propia medicina, su mala educación y su cobardía. Ignorante si, imbécil también, inocente no.

En ese momento entendí claramente las barricadas que algunos mayores de forma individual o colectiva levantan para luchar contra los abusos de los bancarios, sus tecnologías y sobre todo del abandono de los modales y la buena educación. Malos tiempos decía Seneca: Ya nadie respeta a los padres y todo el mundo escribe libros.