Cuando aún no era un joven, es decir, siendo un niño en las puertas de la pubertad, con lo que ello supone de aprendizaje y confusión, observaba el mundo con interés y con especial atención a mis padres. Estaba muy pendiente de sus actos y sus reacciones a mis comportamientos de niño libre y quizás un poco asalvajado, no existían actividades extraescolares ni se supo de ellas hasta mucho tiempo después y los días de verano eran largos y el campo muy extenso.
Los paseos en bicicletas destartaladas, sin frenos, a veces sin manillar y con volante de Citroën, los tirachinas y los bolsillos llenos de piedras o las espadas de madera, no eran signos tranquilizadores ni revelaban el mismo presagio que la tranquila lectura de un cuento en la biblioteca.
Así era, el riesgo era continuo y, el peligro provocaba con demasiada frecuencia golpes, chichones y arañazos profundos en todo el cuerpo con desolladuras de consideración, en el peor de los casos, no tan frecuentes, accidentes trágicos debido a la valentía y la inconsistencia racional de los niños.
Era el precio de la libertad, cuidábamos de esa libertad amagando las heridas y los chichones todo lo posible, disimulando la cojera o cubriendo las sangrantes raspaduras e inventando una causa menor si éramos descubiertos, todo era valido para no defraudar esa confianza temprana de nuestros padres. Algunas veces fallábamos por la evidencia y nos descubrían, la derrota y el sentimiento de culpa nos atenazaba por quebrar la confianza y poner en peligro la libertad.