Una tarde del mes Mayo, recién estrenado el mes y recién estrenada mi camisa y mis zapatos, manteniendo la tradición y la ilusión de ese día. Maqueado y perfumado pero sin estridencias llamativas, manteniendo la elegancia suficiente para no encandilar hasta el punto de molestar con el brillo a los demás.
Tranquilo, con las piernas cruzadas, recostado, echada la espalda hacia atrás en la silla, observando el ajetreo de la calle, las idas y venidas, a la gente parada saludándose y actualizando novedades, a los camareros y su habilidad para sortear mesas y personas, adelantarse, cruzarse, frenar y cambiar de dirección con un aprendido baile de piernas, sin apenas consecuencias.
Así estaba, totalmente ido, ilocalizable, perdido entre tanto acontecimiento.
De pronto noto una mano en mi cuello, me agarra suavemente, en un instante me doy cuenta de que ese gesto tan dulce es de mujer, un hombre hubiese apretado o dado un golpe en el hombre para manifestar su presencia. Me giro y miro levemente hacia arriba. No hay nadie, sin embargo yo noto su perfume y sus manos rodeándome. Me levanto de forma instintiva, sin mirar, y en ese momento el camarero que venía de sortear a un paseante se encuentra con mi zapato, me pisa, su bandeja me golpea el pecho, me tuerzo antes de casi caer y el me vierte todo el contenido de su bandeja en mi camisa nueva hasta empapar los calcetines y embotar los zapatos, también de estreno.
No pasa nada, me disculpo por mi gesto repentino y torpe, el camarero también se disculpa por la falta de frenos y los neumáticos usados. Por supuesto no explico el motivo. Sin más, me levanto y me dirijo a casa a cambiarme, ahora si, con algo usado, y seco. Mientras me alejo noto una mano que me coge y la permanencia del perfume, esta vez sí, miro y allí esta. Efectivamente era ella.