Parecerá extraño, pero estaba deseando irme a la mili, quería aburrirme, contaban que aquello era infernal sin nada que hacer, era un año que se perdía totalmente, se truncaban las brillantes carreras y perfectos porvenires, incluso podían adquirirse vicios con tanto ocio, otros sin embargo aprovechaban para pegar el ultimo estirón.
Yo no crecí mas, no estaba destinado a las alturas me quede cómo estoy, y aquello pintaba bien, nada que hacer eran palabras mágicas con significados aún por descubrir.
El aburrimiento era mi meta por aquella época, no por deseo expreso, era la obligación de la realidad que nos empuja y la aceptación por conveniencia o por ignorancia de dejarnos llevar sin ofrecer resistencia a futuros inciertos. No había mucho que perder, o poco que ganar para los más ambiciosos.
La rutina a veces se convierte por abandono, en aburrimiento, y lo rechazamos por lo que pesa y lo lento que se arrastra, pues el aburrimiento puro, sin rutina, es doblemente pesado y doblemente lento de llevar. Esta pócima tan letal, tal mal entendida, fue, la que durante 300 días, me mantuvo despierto, y a la vez alejado de muchas realidades, aproximándome otras que sabia cercanas pero imposible de encontrar. La lectura continuada y ansiosa me ayudo a imaginar mundos, a descubrir placeres que no se mastican ni se rozan, la música clásica de aquella cinta verde de 90M en el silencio de las noches, me traía remansos de paz y el placer de dejarse caer sin miedo y sin vértigo. Fue tanta la inmersión en el aburrimiento sincero, el descubrimiento de un mundo mas lento y mas fácil de atrapar, que la vuelta al carrusel de la vida, aún, de recordarlo, me marea.
No recomiendo el aburrimiento sincero, pero un poco de aburrimiento es necesario, como necesarios son tantos venenos en dosis fáciles de asimilar.