Todos los niños tienen un mundo propio, es el mismo que el de los adultos pero más grande, por eso el tiempo pasa más lentamente, luego a medida que crecemos el mundo se hace más pequeño y más aprisionante.Aquel niño miraba como solo son capaces de mirar los niños, de forma sincera e inocente, ansiosa, todo le podía servir, el saco de la sabiduría era muy grande y estaba vacío. Era un espectador del mundo, su papel aún no estaba definido. Desde el patio de butacas observaba la gran obra, siempre con atención, sin perder detalle. Provocaba en él sentimientos de toda índole, alegría cuando los actores se reían, tristeza cuando los actores entristecían, todo se transmitía de forma mimética, de alguna manera él entendía los sentimientos, pero quedaba un tremendo vacío porque nunca entendía el argumento.Su niñez rural, el contacto con la naturaleza, con las cosas tal como son, le había dotado de una sensibilidad especial. Aquel mundo infantil estaba lleno de alegría, no había limitaciones ni peligros conocidos, las barreras del mundo adulto aún eran demasiado altas para levantar la mirada.La luz rebotaba en los espejos de cal, el calor de aquella tarde arrancaba de los adoquines alientos de vapor encendido. A él le gustaba inclinar la cabeza y ver a contraluz como el vaporcillo se elevaba a las nubes. Se tendió en la acera, le gustaba abandonarse, turbarse al sol, como los lagartos. Su padre estaba enfrente, con las puertas de casa abiertas y una gran red colgada en el gancho del techo, la estaba tejiendo, abstraído en sus pensamientos, recordando sus recuerdos. A esa hora el silencio era total, incluso la calle estaba adormilada, solo de vez en cuando alguna lagartija correteaba por las paredes en busca de su presa. La quietud era total. Él lo observaba, podía pasarse horas mirándole, desde esa lejanía tan cercana, no decían nada, pero el sabia que su padre notaba su presencia y le gustaba. El tiempo se congelaba en esa hermosa complicidad.Él me contaba que tenia un baúl en su memoria lleno de imágenes similares. Siempre al lado de su padre, pero de forma invisible, imperceptible, en algún sentido lejana. «Aquel hombre tenia una vida interior que le acosaba, yo era su mundo de paz, su cómplice en la tristeza, por eso nunca me alejaba de él. Sus sentimientos estaban inmovilizados, inválidos, su sensibilidad la habían castrado para siempre en aquella terrible guerra, no recuerdo abrazos ni momentos de especial ternura física, pero lloro cuando recuerdo su presencia. No tenia nada que contarme, solo podía darme su amor con aquel silencio, con su presencia. Yo lo notaba y le estoy eternamente agradecido».