I
La acera estaba tibia, como dos cuerpos desnudos acurrucados, el sol primaveral del mediodía no tenía la arrogancia abrasadora del verano pero lanzaba su luz blanca en los baldosines dibujando con vapor seco, pequeños halos, burbujas transparentes que subían para deshacerse al instante, las veía alzándose con un brillo ondulante hasta desaparecer; yo estaba tendido boca abajo apoyando la cabeza en los brazos cruzados.
Me gustaba esa sensación de aturdimiento, me abandonaba igual que los lagartos para absorber los efectos milenarios del sol, no para calentar la sangre ni para equilibrar la temperatura del cuerpo, era simple placer gratuito, fetal y agradable, así pasaba largos ratos sumido en una sensación muy parecida a una pequeña borrachera de madroños, el calor no me molestaba, todo lo contrario, me adormecía y causaba un efecto hipnótico y surto. Allí, en la acera de enfrente de mi casa, observaba con absoluta atención a mi padre mientras trabajaba un encargo tejiendo con cuerdas de cáñamo una red enorme para proteger la paja de los carros que irían y vendrían de las eras más adelante.
Había un gancho enorme saliendo del techo en la misma entrada de la casa, ahí colgaba la red y la iba girando a medida que lo necesitaba para terminarla, para mí era una delicia observar aquel enorme columpio que poco a poco aparecía de la nada, además de mirar a mi padre, me encantaba verlo trabajar y crear con sus manos, también estaba atento a cualquier ausencia suya cuando se levantaba para beber agua de los cantaros o buscar cualquier material o herramienta que necesitase, o simplemente un descanso, ese era mi momento, como un gato hambriento en busca de su presa pegaba un salto y me encaramaba en lo más alto de la red para impulsarme y columpiarme alborotadamente, con todas las prisas de la duda y sabiendo que aquello tendría fin, y sin ningún tipo de reconocimiento al peligro ni respeto al miedo, la regañina estaba asegurada, pero yo no bajaba hasta que él me echaba para seguir trabajando, así una y otra vez cansinamente, él soportaba mi tozudez y mi presencia y le gustaba que estuviese allí observándole, él sumergido en sus cosas, y yo intentando adivinar cuales eran, en esos momentos me bastaba verlo feliz y ensimismado, como yo, nos comunicábamos en silencio, con el pensamiento; yo notaba el flujo de afecto en una y otra dirección y sabía que él también vivía las mismas sensaciones.
Su vida, la de un hombre bueno había sido troceada brutalmente amputándole como a tantos otros de su generación y durante muchos años la parte afectiva a cambio de noches de insomnio y pesadillas; demasiados días robados de su juventud en una aventura de crueldad y destrucción, eso lo atormentaba en su interior sin aparentarlo, tan solo en la profundidad de sus ojos se podía adivinar su sufrimiento y su miedo, y ver las ruinas de su alma causadas por las bombas de la irracionalidad humana, pero esa puerta no estaba abierta a todos, la guerra civil y sus batallas más descarnadas, la cárcel, la condena a muerte y luego la posguerra lo habían transformado en un hombre silencioso y reservado, con un infierno interior que lo quemaría de por vida y con un poso de desconfianza que lo acompañaría siempre.
Pero esa vida interior acallada no le impedía su sonrisa y la alegría de vivir y disfrutar de los momentos y risas con su familia y amigos, en todos los pueblos había vencidos y pobres, y vencedores con buen corazón, aunque también existían y convivían vampiros con ansias de sangre, sin embargo la concordia por necesidad se abría paso inevitablemente, las persecuciones y el miedo se eludían pasando inadvertido a las autoridades, siendo silencioso, las actividades para ganarse la vida estuvieron prohibidas por un tiempo para los perdedores, por eso estaban todas a nombre de mi madre, actividades artesanas todas ellas, espartero, talabartero, comercio de artículos de arcilla, esquilador, jornalero y churrero; todo era bueno y cualquier temporada tenía una oportunidad para matarse trabajando y sacar algo de dinero, mi madre era carnicera, comerciante, jornalera y churrera, además de madre, esposa y protectora del tinglado familiar, una feminista a tiempo completo sin ser consciente de ello.
La casa era una pequeña exposición de artículos a la venta y tienda de los productos que elaboraba mi padre y de algunas cosas de barro, una más de tantas casas mágicas del pueblo que se descubrían cuando atravesabas la puerta y encontrabas un zaguán repleto de estanterías repletas de latas de conserva, de cuerdas, se sombreros, otras veces se veían jamones colgando del techo, morcillas, tocino y sacos de garbanzos y habichuelas y un gran bidón de aceite con una bomba manual para despacharlo, veías un colmado, o una panadería, o la barbería, el estanco, correos, la telefónica, no había carteles mi rótulos de neón, era un misterio y un descubrimiento, sobre todo para los niños y cada comercio tenía su olor el del negocio y el olor familiar.
En la nuestra, justo a la entrada había una sala con estanterías de madera y ganchos para exponer anterroyos1, cabestros, horcas de palo, botijos, serones, aguaderas y alguna arrebañadera2 que se prestaba más que se vendía, además de pequeños objetos, también una pelota de arcilla para reparar botijos; hacia la izquierda la sala se estrechaba y había una mesa camilla, unas cuantas sillas de enea y una pequeña repisa con una radio que estaba todo el día encendida y hablando, de vez en cuando alguna canción, el espacio hacía las veces de despacho, tienda y sala de estar para la familia, a partir de ahí, estaban las habitaciones, la cocina con su chimenea, la alacena y el corral, el corral albergaba una antigua cuadra que hacía las veces de baño, tenía un murete de no más de un metro que hacía de váter, había que respingarse y en cuclillas con el culo hacia el interior de la cuadra deponer las sobras del cuerpo en caída libre al lugar donde picoteaban las gallinas, con exquisito equilibrio, pues tenía un peligro añadido y cierto riesgo por la altura y la posible caída, pero también suponía una comodidad añadida, la altura evitaba la intrusión siempre molesta de las gallinas en tu espacio vital y en un momento tan importante y de tanta repercusión para tu salud como ese, no era recomendable leer en ese acto, por dos razones, por la distracción y puesta en riesgo del equilibrio y casi siempre por la falta de elementos de lectura. No había papel, eran tiempos de superación e ingenio.
En aquellos días sucedía un acontecimiento un tanto peculiar, todas las tardes durante varias semanas, mi casa se llenaba de un olor profundo a sebo de oveja, muy concentrado, para mi nariz aún en pleno aprendizaje resultaba demasiado olor, me era imposible asimilarlo y anularlo, no me acostumbraba, era horroroso, como meter la cabeza hasta el cuello en un fardo de lana grasienta recién esquilada y respirar profundamente. Aquel señor que visitaba mi casa era pastor de ovejas y no necesitaba anunciar su presencia, en el mismo instante que aparecía por la esquina y el viento era favorable, incluso si no lo era su intensidad buscaba un atajo, adivinábamos su intención de visitarnos, yo lo miraba desde lejos, era incapaz de acercarme, sus efluvios me resultaban por aquella época insoportables. Era de condición muy humilde, nosotros éramos pobres pero este señor lo era bastante más, al menos en apariencia, su figura un tanto tosca la cubría con ropas desaliñadas y pringosas, sus zapatos eran recios atados con guita igual que los pantalones de pana y su cara de buena persona estaba esculpida con grietas producidas por el frio de la mañana y el Sol del mediodía, verdaderos acantilados donde se escondían los días felices de su niñez, su media barba negra lo hacía viejo siendo joven, era pastor a jornada completa y esclavo de su miseria incluso de noche, feliz a su manera y libre como sus ovejas.
Todo en él era rudo y básico, no estaba dotado de facundia, su conversación era difícil de entender, por su escasez de palabras y su baja y cansada entonación, sin embargo cuando hablaba captaba toda la atención de los que estaban a su alrededor, el sonido de sus palabras tenía un efecto hipnótico igual que cuando una noche cálida de verano nos embelesamos contemplando las estrellas sentados en un cerro cubierto de fina hierba y olores profundos.
Sin yo pretenderlo este hombre me buscaba para hacerme la carantoña e intentar retenerme mientras hablaba con mis padres, quizás eso lo relajaba y le daba seguridad, sin embargo yo encontraba siempre una excusa de niño antipático para escabullirme de él, lo que resultaba imposible pues aquel hombre desprendía su olor por todo el espacio en forma de velo pringoso que se te adhería al cuerpo y al ambiente y resultaba difícil de quitar. A pesar de ello, este hombre y su profundo olor a oveja se han quedado en mi vida formando parte de mi aprendizaje y de mi origen humilde.
Aquellas visitas y sus conversaciones auguraban cambios profundos que yo aún no lograba descifrar. A partir de esos días mis padres se mostraban inquietos y misteriosos, en la casa se notaba mucho ajetreo fuera de lo normal, un exceso de visitas y el trasiego de objetos que no estaban expuestos en la tienda, aquello en algún momento parecía un gran bazar, luego supe que mi casa no era la única.
Un día vi como la radio la descolgaban de su repisa y se la llevaba una señora de mediana edad, aquellas voces misteriosas que salían de su cajón de madera y que formaban parte de los ruidos familiares y de los silencios se iban por la puerta, pregunté, porque se la llevaban y la respuesta era que se la prestaban un tiempo, no me convenció, pero la educación de la época obligaba a no inmiscuirse en las cosas de los mayores y me di por respondido y conforme. La conciencia de un niño está totalmente a merced a las palabras de los padres, la duda no existe porque los padres no mienten, y si lo hacen los niños no lo saben.
II
Un desagradable rebuzno, con un sonido atronador y terrorífico me había sobresaltado, un burdo despertar solo apaciguado por la calidez de la roca en la que me encontraba recostado, ahí estaba el burro mirándome de forma descarada y desafiante mientras arrancaba la hierba que brotaba en el borde del riachuelo para comérsela sin ganas, el causante de mi desdicha se notaba aburrido y con ganas de molestar, de alguna forma requería mi atención, mientras, un poco más abajo tres mujeres entre ellas mi madre estaban lavando en el pequeño riachuelo los desordenados montones de ropa que tenían a su lado, todo mezclado, no importaba que fuese blanca o color, el lavado era individual y el jabón era el mismo para todo. La frotaban y golpeaban con sus manos y sus dedos arrugados con la fuerza medida según la suciedad y apoyándose en la estregadera que sujetaban hábilmente entre las piedras del rio, evitando cualquier movimiento traicionero, de vez en cuando le restregaban jabón para disolver las huellas del trabajo duro, el jabón lo hacían ellas mismas con aceite sucio y sosa y su olor era el olor característico del limpio natural sin perfume.
Hablan y ríen, están de rodillas sobre pequeños cojines rellenos de paja, despreocupadas de los niños y ajenas a los reclamos del burro. En un recodo del rio, detrás de ellas, a pocos metros, están los arbustos coronados con la ropa húmeda mirando al sol, la van colocando empapada y limpia a un lado y cuando tienen suficientes se levantan a tenderla entre los hierbajos y los peñascos.
El borrico sigue con sus rebuznos, esta pesado, parece cansado de tanto Sol y añora su cuadra más fresquita. Cuando estoy a su altura le arreo un manotazo en el lomo con la mano izquierda manteniendo la distancia y el animal da un paso atrás sin quejarse ni tan siquiera levanta la pata, se queda mirándome insinuante, me voy rio abajo detrás de las lavanderas y compruebo mi molinillo, lo había dejado anclado entre dos piedras en el cauce del rio y aún permanecía girando al son del agua, el corcho, las aspas, y el eje mantienen su delicada fortaleza, lo recojo y aprovecho para buscar pizarrines antes de que las madres den por finalizado el día de campo, los pizarrines buenos y suaves están escondidos en el lecho poco profundo del rio, erosionándose hasta ser perfectamente redondeados.
Cuando las mujeres han terminado de lavar conversan animadamente dándole tiempo a la ropa a secarse antes de recogerla y guardarla en los cestos de mimbre. El borrico no deja de mirarnos pero ya no rebuzna, menea el rabo de vez en cuando y se alegra cuando observa que ellas comienzan a recoger la ropa y los utensilios y comienzan a cargarla en sus lomos.
Cuando han colocado el hato encima del animal y una parte en sus cabezas, yo ya estoy subido al lomo de mi amigo recostado sobre los fardos que sobresalen de los serones y comenzamos el regreso al pueblo, las mujeres ríen y no dejan de hablar durante todo el camino, ríen de todo incluso de ellas mismas, ir al rio es una fiesta, olvidan sus miserias y endulzan la escaseces de todo el año sabiendo que no necesitan mucho más.
En cuanto llegamos al pueblo me tire del burro no sin antes darle una fuerte palmada en el lomo para encabritarlo y recibir una colleja de mi madre antes de salir corriendo en busca de los amigos.
III
Unos días más tarde, descubrí cual era el motivo de las visitas de aquel señor y aquel extraño ajetreo de enseres desfilando por la casa hacia la puerta, había escuchado una conversación totalmente esclarecedora de la que no se habían cortado con mi presencia, me dejaron escucharla con toda la intención, de forma accidental evitaban el mal trago de mirarme y sentirse culpables, así resultaba más impersonal y aséptico, estaban preparando los pasos finales para dejarle al señor los enseres de algún oficio de mis padres, también estaban ultimando lo que definitivamente se iban a llevar, lo que habían dado, lo que habían vendido y lo que dejarían en la casa.
Entendí perfectamente y con toda la tristeza del mundo las palabras de aquella conversación, eran palabras afiladas, estaban produciendo heridas, no solo a mí, quizás a mí al que menos, mis padres y los presentes sabían perfectamente la transcendencia y su significado, la radicalidad que tomarían sus vidas para siempre, seriamos los próximos en abandonar el pueblo, en abandonar la casa, en cerrar nuestro hogar con llave para siempre; para buscar hasta encontrar otro diferente, nunca el mismo, en ese momento se instaló un abismo en mí que separaría una vida de la otra, la vida que acababa y otra que comenzaba alejándose de la primera, una que permanecería para siempre en un lugar iluminado de mi memoria y mi recuerdo y la nueva que necesariamente me tocaba descubrir y vivir.
Llego el día señalado, a pesar de anunciado como todo lo que no se quiere también de forma repentina, antes había abandonado el colegio y me había despedido de los amigos de la calle y alguno más que vino a curiosear. De madrugada una camioneta DKW vino a recogernos a toda la familia, éramos siete personas con el conductor, también iba parte de lo que ya era pasado y que formaría parte para siempre de nuestras vidas y de un futuro inquietante e incierto. Eran las cinco de la madrugada, no había amanecido aún y aquella furgoneta se puso en marcha, no hubo que atravesar muchas calles para llegar a la carretera y en pocos metros y alguna curva, el pueblo y todo el pasado desapareció, me quede adormilado en ese instante y regrese a mi cama y a mi casa como lo haría tantas veces a partir de ese momento, para volver a mi refugio, a mi paraíso, a mi pueblo y corretear por sus calles y sus huertas.
Nada hay más pegajoso para la memoria que una fractura en su continuidad, todo esa vida que deje se congelo y permanece viva con toda su pureza, sus colores, sus olores y sobre todo con sus enseñanzas y valores de una niñez plena y libre, muy libre, en las calles y en los campos, con escasez pero conforme, con meriendas de pan con ajo o aceite, desayunos con leche en polvo y cenas de pisto y torreznos en la chimenea, suficiente para ser feliz y necesario para conocer el valor de las cosas y mantener la humildad como estilo de vida. Ese primer viaje se convirtió en interestelar, largo e incómodo, comiendo pollo con tomate frio y tortilla de patatas, por primera vez me enseño el mar, con el sol rojizo saliendo por el horizonte, un descubrimiento tan hermoso que auguraba todo lo bueno por venir, al menos eso pensaba, después de esa visión nada podía ser malo. Y no lo fue del todo, comenzaba otro acto de este teatro que es la vida y que aún continúo interpretando, llorando y haciendo llorar, y riendo y haciendo reír, llantos y risas necesarias para avanzar en el rio de la vida, agua y viento para inflar las velas y navegar.
Notas:
1. [Anterroyo]: Anillo de tela rellena de paja, o de otra materia análoga, que se utiliza para preservar del roce del [cincho] a los mulos que efectúan la trilla.
2. Ganchos de hierro destinados a sacar los objetos que se caen a los pozos
Publicado por Celedonio Sepúlveda |
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